Aborto individual y homicidio colectivo

27/02/2003
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Se ha aireado en estos días la noticia de la violación de una niña nica, de nueve años, con su consiguiente embarazo y el dilema de poder abortar o no. El hecho ha concitado en viva polémica a instituciones civiles y políticas, a la Iglesia católica, a científicos, a organizaciones sanitarias y feministas y a los propios padres. Unos a favor y otros en contra. Y la niña en medio, ajena al encendido debate. Varias características han acompañado al discutido asunto: su publicidad extraordinaria, la injerencia celosa de todos, los pronunciamientos definidos y la severidad condenatoria (moral y penal) contra quienes propicien el aborto. Lo relevante del caso es que a nadie deja indiferente, seguramente por muy distintas razones, pero por una que es común a todos: el estar en juego una nueva vida. En principio, sería ésta una señal positiva, por expresar un sentimiento generalizado de preocupación y cuidado por la vida, prescindiendo ahora del enfoque y solución moral que se le pueda dar. A la vista salta que, en este campo, la posición de la Iglesia católica, es netamente intransigente: no al aborto, excepto el caso del aborto "terapéutico". Y en todos retiñe la voz insistente del Papa y de los obispos condenando con energía el aborto. La pregunta, que seguramente asalta a muchos, precisamente en este momento de una inminente guerra homicida, es la siguiente: ¿cómo es esto de oponerse con tanta contundencia a la posible frustración de un prenacido y el ofrecer, por otra parte, tanta omisión, despreocupación y tolerancia frente al hecho de las guerras que tantas vidas matan? ¿El mandamiento de no matar no es igualmente válido para uno y otro caso? ¿Incluso no resulta más obvia y rotunda la destrucción de la vida cuando de seres desarrollados se trata? ¿Y cómo es que, para el aborto, no se dan excepciones, y sí, y muy fáciles, para las guerras? ¿No es más deliberado, cruel y sistemático el asesinato de vidas de las guerras que la procuración del aborto en situaciones personales las más de las veces conflictivas? ¿Y, por qué, en el caso del aborto, las circunstancias excusantes no cuentan y cuentan indefinidamente en el caso de las guerras? El amor, y el amor al prójimo enemigo, es un mandamiento evangélico. Pues bien, para ese mandamiento, la aplicación ha sido laxa, inconmensurablemente laxa, y para el aborto, ha sido estricta, dura, inderogable. ¿Qué mecanismos, causas o factores profundos están determinando este doble rasero de valoración moral? Quizás la interpretación más convincente es que , tratándose de la vida del prenacido, las autoridades defienden el derecho a la vida sin que entren en juego intereses de la institución que representan, en tanto que tratándose de la guerra, los intereses en juego son enormes. Y, así, belicistas como Reagan y Bush han podido patrocinar campañas anti-aborto, mientras han impulsado guerras horribles. Y, así, el principio del derecho a la vida, aplicado con rigor al prenacido, se lo ha quebrantado sin mayor escrúpulo cuando se ha tratado de reprimir –hasta con la tortura y el fuego- la vida de disidentes, de herejes, de brujas, de homosexuales, cuando no bendiciendo e indulgenciando a los soldados que se enrolaban en las Cruzadas para acabar con los enemigos... Fijando, ahora, la cuestión, creo que es necesario atender a diversas perspectivas: la científica, la ética, la católica y la de la responsabilidad personal. Sobre el aborto han existido diversas teorías. Pero, hoy, parece que los últimos descubrimientos de la embriología, nos permiten afirmar que , observando el proceso constituyente de la realidad embrionaria, en que interactúan factores genéticos y extragenéticos, la constitución de un nuevo ser humano , eso que se llama estructura clausurada , autosuficiente, no se daría hasta probablemente hasta la octava semana: "Trabajos como los de Byrme y Alonso Vedate, hacen pensar que el cuándo de la vida humana debe acontecer en torno a la octava semana del desarrollo, es decir, en el tránsito entre la fase embrionaria y la fetal. En cuyo caso, cabría decir que el embrión no tiene en el rigor de los términos el estatuto ontológico propio de un ser humano, porque carece de suficiencia constitucional y de sustantividad, en tanto que el feto sí lo tiene. Entonces, sí tendríamos un individuo humano estricto, y a partir de esos momentos las acciones sobre el medio sí tendrían carácter causal, no antes" (Diego Gracia, Fundamentación y Enseñanza de la bioética, I, 1998, pp. 130-131). Esto quiere decir que un valoración ética, aplicada al embrión, debe hacerse teniendo en cuenta este dato. No se puede pronunciar una sentencia a favor o en contra de la vida, ignorando el hecho objetivo de cuándo esa vida está realmente constituída. Entre ciencia y ética no puede haber contradicción; de haberla sería porque no se da verdadera ciencia o verdadera ética. La perspectiva católica es muy clara respeto a este punto. En rigor, ella no tiene palabra propia. Con todo derecho puede urgir – y así lo hace el concilio Vaticano II- : "La vida desde su concepción ha de ser salvaguarda con el máximo cuidado posible" (GS, 51), pero como muy bien observa el gran moralista B. Häring: "No está en el Magisterio de la Iglesia el resolver el problema del momento preciso después del cual nos encontramos frente a un ser humano en el pleno sentido de la palabra". La perspectiva personal tampoco debiera ofrecer dificultad. Si se trata de una situación conflictiva entre la vida de la madre y la del feto, tal que hace imposible salvar las dos vidas ( cuestión del aborto terapéutico o indirecto), está claro que sería lícito intervenir para salvaguardar al menos la vida de la madre. Digo de la madre, porque se da como probado que no es posible esperar al momento del parto, para salvaguardar las dos vidas. Pero, puede ocurrir que los sujetos implicados en el caso, -los padres por norma general- no capten la inmoralidad del aborto, dadas determinadas circunstancias agravantes, como son las de la niña nicaragüense, aun después de que el embarazo haya sobrepasado la octava semana. Es normal que, en estos casos, se hable y se les informe debidamente a los padres: agresión intolerable, maternidad antinatural, riesgo de anomalías y feto malformado, etc. Son entonces ellos quienes deben decidir de acuerdo con lo que les dicte su propia conciencia. Puede que su conciencia no coincida con lo que es el dictamen de la norma y del sentir externo de otros muchos, pero ellos se atienen a su conciencia, según han podido informarse, entender y formarse desde la peculiar e insustituible percepción personal. Y deciden, y es buena la decisión (de "buena fe" se dice, " sin culpa", aunque en principio pueda ser errónea). De nuevo, y esto va para los católicos, el concilio Vaticano II ilumina este aspecto: "No rara vez ocurre que yerre la conciencia por ignorancia invencible, sin que ello suponga la pérdida de la dignidad" (GS, 16). ¿Quién, en este caso, sería capaz de invocar una norma abstracta o general, y pronunciar una sentencia condenatoria? No, ciertamente, Jesús de Nazaret quien, al encontrarse con la dureza de los custodios de la ley judía, que prescribía la lapidación para una mujer adúltera, les dijo "El que de vosotros esté libre de pecado, que tire la primera piedra....Vete, pues, tampoco yo te condeno". Volvamos al principio. Cuando una guerra es claramente ilegítima e inmoral, cuando se la descarta como anacrónica para resolver los conflictos planteados, cuando está claro que le mueven móviles sucios e inconfesables, cuando no puede justificar su intervención bajo ninguna de la condiciones traidicionalmente señaladas, cuando está probado que va a causar miles y miles de muertes inocentes, ¿cuál debería ser la reacción y la campaña de proceder a la defensa de la vida como se la defiende cuando se trata del aborto? ¿Y qué decir si tal crimen se lleva a cabo deliberadamente, fríamente, con mala conciencia? ¿Qué no deberían hacer en este caso las autoridades civiles y los líderes religiosos? ¿Qué juicio internacional debiera hacerse a los más directamente responsables? * Benjamín Forcano, Teólogo.
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