La virgen sus cabellos

05/12/2012
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La vieja cicatriz de la pérdida de Panamá, que parecía desvanecida para los colombianos, ha vuelto a doler esta semana. Romeo dice que "se ríe de las cicatrices el que nunca ha sufrido una herida", y Homero nos recuerda siempre que "allí donde hay una cicatriz hay una historia".
 
Un expresidente de esos que pescan en todo río revuelto, casi ha llamado a tomar las armas para defender el mar arrebatado. Otros llaman a desconocer el fallo de la corte de La Haya, que con gran arbitrariedad repitió con el mar lo que nos sucedió hace un siglo con el istmo. Pero este dolor sólo ha sido posible gracias a una serie de paradojas y negligencias.
La primera paradoja consiste en que las democracias modernas tengan que basar la legitimidad de sus fronteras en la voluntad de unos monarcas antiguos. Todavía tienen que repetirnos que la soberanía de Colombia sobre el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, se funda en la Cédula Real del 20 de noviembre de 1803, que segregó ese archipiélago y la costa de la Mosquitia de la capitanía general de Guatemala, y la incluyó en el territorio del Nuevo Reino de Granada. Por fortuna, en junio de 1822 esa soberanía se vio confirmada por la adhesión voluntaria de la población de las islas a la Constitución de Cúcuta.
La segunda paradoja consiste en que Colombia renunciara voluntariamente, creo que por un sentimiento de justicia, a su soberanía sobre la costa de la Mosquitia, a cambio de que Nicaragua le reconociera su soberanía sobre el archipiélago. El tratado Esguerra-Bárcenas, de 1928, definió, aunque imperfectamente, esas dos realidades, extendió el territorio nicaragüense hasta la costa este y el mar hasta el meridiano 82, y dejó el territorio insular en manos de Colombia, pero ello no se tradujo en sentimientos de hermandad sino en nuevos reclamos.
La tercera paradoja es que Nicaragua niegue el valor del tratado Esguerra-Bárcenas sin advertir que ello significaría que las fronteras de los dos países vuelven a ser las anteriores a ese tratado. Equivaldría a decir que Colombia vuelve a ser dueña no sólo del archipiélago sino de la costa de la Mosquitia: algo que Colombia jamás ha pretendido. Nicaragua niega un tratado que la favorece, con el argumento sin duda razonable de que estaba sometida a una invasión de Estados Unidos en el momento de firmarlo.
La cuarta paradoja consiste en que no hayamos delimitado mediante un tratado serio nuestras fronteras marítimas, y hayamos preferido someter un tema tan delicado y tan local a la jurisdicción de una corte lejana, cuyos miembros ni conocerán estas regiones y ni siquiera están en condiciones de dictar su fallo en castellano. Cualquier frontera definida por un tratado bilateral habría sido más justa y más benéfica que este fallo absurdo. Y ello se agrava si pensamos que el sometimiento a la corte de La Haya, en lugar de resolver las diferencias pacíficamente, no ha hecho más que crear un nuevo malestar.
Asombra que Colombia se sintiera tan segura de sus derechos que ni siquiera imaginó la posibilidad, no de que el fallo fuera adverso, como terminó siéndolo, sino incluso de que fuera arbitrario. Los sucesivos gobernantes de Colombia han debido prever que un nuevo despojo despertaría en la población un viejo malestar y un justo sentimiento de orfandad.
Me siento muy lejano de todo nacionalismo enfermizo, y de todo patriotismo oportunista, de esos que aparecen en seguida tratando de traducir en votos y en favoritismo político el malestar y el sufrimiento de los ciudadanos, pero siempre he sentido el dolor de que nuestra dirigencia no sea capaz, no sólo de conservar, sino de engrandecer, esas que ellos mismos llaman “las regiones apartadas del país”.
Y allí hay que señalar las negligencias: el hecho de que un odioso centralismo haya permitido a lo largo del tiempo que cuanto más alejadas de la capital estén las regiones, mayor sea su abandono. Por eso creo que la reacción de los dirigentes frente a este despojo es sobre todo una manifestación de oportunismo, pues si de verdad les interesaran los territorios no habrían mantenido en el extremo abandono la Orinoquia y la Amazonia, que siempre aparecieron en un pequeño recuadro en los mapas escolares. Eran regiones de segunda clase llamadas apenas territorios nacionales, que sólo hace veinte años empezaron a tener los derechos y la estructura administrativa de los departamentos.
Si a los gobernantes y a los políticos les interesaran de verdad estos suelos cuya pérdida parece dolerles tanto, Buenaventura, el principal puerto del país y la principal fuente de riqueza para muchos, no estaría en el nivel de abandono, de postración y de violencia en que vive; el Chocó no habría sido dejado por tanto tiempo a su suerte; y ese medio país lleno de riquezas, las planicies del Orinoco y de la Amazonia, no habría quedado a merced de las guerrillas y de fenómenos de colonización rudos y expoliadores. Esos territorios pueden decir del Gobierno lo que dijo cierta dama cuando su marido, siempre indiferente, entró en crisis porque ella lo abandonaba: “Prefiere morir por mí que vivir conmigo”.
Si tuviéramos más atención por el territorio, si lo amáramos más, si lo engrandeciéramos de verdad, no correríamos tanto el riesgo de perderlo, y no tendríamos que rasgarnos las vestiduras cada tanto tiempo, ni arrancar en agonía nuestros cabellos para colgarlos del ciprés, como dice la caricatura verbal de Rafael Núñez.
Pero estos gobiernos prefieren ponerse la mano en el pecho, y hasta llamar a la guerra cada cincuenta años, en vez de gobernar con responsabilidad, con amor y con dignidad cada día.
 
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